Queridos hermanos
y hermanas:
Celebramos en este
domingo la fiesta del Bautismo del Señor, acontecimiento que cierra su vida
oculta e inaugura su vida pública. Ya desde los primeros siglos, la liturgia de
la Iglesia oriental dedicó una atención preferente a este hecho significativo de
la vida de Jesús. El emperador Carlomagno, a principio del siglo IX, quedó
impresionado de la solemnidad con que se celebraba esta fiesta en las iglesias
de Oriente. En los calendarios litúrgicos de Occidente, sin embargo, no tuvo
asignada una fecha particular. El bautismo del Señor era simplemente un aspecto
más de la solemnidad de la Epifanía. La liturgia latina hubo de esperar al
Concilio Vaticano II para que el Bautismo de Jesús tuviese su encaje en este
primer domingo después de Epifanía, dándonos a entender que es como una
prolongación de aquella.
El Bautismo del
Señor debió impresionar tanto a los testigos del acontecimiento que los cuatro
evangelistas se sintieron obligados a referirlo, quizá porque quedaban todavía
entre sus lectores quienes habían visto y oído los signos del cielo que
tuvieron lugar en aquel momento incomparable. Por otra parte, la teofanía
maravillosa en la que el Padre declara que Jesús es el Hijo amado, el
predilecto, mientras el Espíritu Santo unge a Jesús en el comienzo de su ministerio
público, es la prueba incontestable de su mesianidad y el más seguro refrendo
de su divinidad. El relato del Bautismo del Señor es además para los
evangelistas la mejor explicación catequética del significado del bautismo
cristiano, que Jesús inaugura en el Jordán. En este sentido nos dice san Máximo
de Turín: “El Señor Jesús viene para ser
bautizado y quiere que su cuerpo santo sea lavado en las aguas del Jordán.
Alguien dirá quizá: si es santo, ¿por qué quiso ser bautizado?… Cristo es
bautizado no para ser Él santificado por las aguas, sino para que las aguas sean
santificadas por Él. Más que de una consagración de Cristo, se trata de una
consagración de las aguas de nuestro bautismo”.
La fiesta del
Bautismo del Señor nos remonta al día de nuestro bautismo, el día más
importante de nuestra vida, aquella fecha magnífica que todos deberíamos
conocer y celebrar más incluso que el día de nuestro nacimiento físico. En
aquel día fuimos purificados del pecado original y consagrados a la Santísima
Trinidad, que vino a morar en nuestros corazones. En aquel día memorable recibimos
el don de la gracia santificante, el mayor tesoro que nos es dado poseer en
esta vida. Es la vida divina en nosotros, que nos permite formar parte de la
familia de Dios como hijos bienamados del Padre, hermanos del Hijo y ungidos
por el Espíritu. En aquel día fuimos incorporados al misterio pascual de
Cristo, y al mismo tiempo quedamos incorporados a la Iglesia, permitiéndonos
vivir nuestra fe acompañados y sostenidos por una auténtica comunidad de
hermanos.
El recuerdo de
nuestro bautismo hace brotar en nosotros un primer sentimiento de gratitud al
Señor que permitió que naciéramos en un país cristiano y en el seno de una
familia cristiana, que pidió para nosotros a la Iglesia la gracia del bautismo.
Recordamos esa fecha con una profunda alegría pero también con responsabilidad,
que nos debe llevar a preguntarnos si el bautismo es un mero dato histórico que
no nos compromete en absoluto, o por el contrario es algo actual, con unas
repercusiones concretas en nuestra vida.
En la fiesta del
Bautismo del Señor, os invito a preguntaros, queridos hermanos y hermanas, ¿qué
hemos hecho de nuestro bautismo? ¿Es algo vivo, que compromete nuestra vida
cotidiana? ¿Vivo con confianza y alegría mi condición de hijo de Dios, Padre
bueno y providente, que se preocupa de mí y me mira con ternura? ¿Mi vida está
organizada como una respuesta a la alianza que sellé con el Señor en aquella
fecha decisiva? ¿Soy consciente de que la gracia santificante es un tesoro que
debo cuidar cada día? ¿Cultivo la amistad y la intimidad con el Señor? ¿Vivo
con hondura la fraternidad y el servicio a los pobres? ¿Vivo con gratitud
amor y orgullo mi pertenencia a la Iglesia, la familia magnífica que me acoge y
acompaña en mi vida de fe?
Termino
recordándoos un fragmento de la Constitución Lumen Gentium del
Concilio Vaticano II, en el que a todos, sacerdotes, consagrados y laicos, se
nos invita a buscar y a vivir la santidad como exigencia de nuestro bautismo: “Los seguidores de Cristo… han sido hechos en el bautismo…
verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo,
realmente santos. En consecuencia, es necesario que, con la ayuda de Dios,
conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron” (n. 40). Este es mi deseo y mi mejor
augurio para todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, en los comienzos del
nuevo año de gracia que el Señor nos ha concedido.
Para todos, mi
saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan
José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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