¿Qué es lo que nosotros podemos imitar de Juan Pablo II? La cercana beatificación del Papa Wojtyla el próximo 1 de Mayo le hará ya, oficialmente, un modelo ejemplar de santidad para toda la Iglesia.
«El aspecto de la vida de Juan Pablo II que me parece más digno de ser imitado es su oración»: no lo dice cualquiera; lo dice una de las personas que pasó más tiempo junto a él a lo largo de toda su vida: el cardenal Stanislaw Dziwisz. El que fue durante más de cuarenta años secretario personal del Papa Wojtyla, primero como obispo y luego como el sucesor de Pedro, revela en las páginas de El santo que todos conocimos (Palabra), de los periodistas Darío Chimeno y José María Navalpotro, varias maneras de ese estar en Dios que el Papa transparentaba allí donde estuviera.
«No dividía su tiempo entre oración y trabajo, porque la oración le acompañaba siempre, hasta en las acciones más prosaicas. Muchas veces advertía que el Papa estaba rezando por las personas a las que había recibido, y les encomendaba a la divina Providencia. Lo hacía tan discretamente que solamente los que estábamos más cerca podíamos darnos cuenta, era algo extraordinario»: las palabras del cardenal Dziwisz dejan entrever una espiritualidad fuera de lo común, precisamente porque se alimentaba «de oraciones tradicionales, las sencillas fórmulas de la Iglesia: el rezo del Santo Rosario, el ejercicio del Vía Crucis; en él eran medios que le llevaban a la contemplación».
Ahora nos toca a nosotros
Este trato diario con Jesucristo no se improvisa. En el libro se cuenta cómo fue fiel a las oraciones de su infancia, en especial a una plegaria al Espíritu Santo que le enseñó su padre y que rezaba a menudo, y con la que se fue al cielo el 2 de abril de 2005; o cómo recordaba a menudo a sus colaboradores: «Acordaos de los apóstoles en el Huerto de los Olivos: ¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo?» También se revela que esta disposición interior se veía en cómo vivía y en cómo eligió vivir: en sus días de obispo de Cracovia, Juan Pablo II tenía sólo una gabardina y entregaba su sueldo a los estudiantes sin recursos; y de joven ayudó a salir adelante a judíos recién liberados de los campos de concentración nazis.
El postulador de su Causa de canonización, el padre Slawomir Oder, afirma de él que «no tenía doble vida; las razones últimas de su comportamiento están en su enraizamiento en Cristo. Era un hombre de Dios; su oración no era una oración común, sino mística». Pero era una mística ordinaria, la misma que veían sus alumnos en sus años de profesor, cuando iba a la capilla a rezar en los descansos y volvía de otra manera; o como la que mostraba en sus visitas pastorales a las parroquias de Cracovia y de Roma: antes de la celebración de la misa, no hablaba con nadie, permanecía recogido, preparándose para el encuentro con el Señor.
El mismo padre Oder destaca de él que «estaba lleno de vitalidad y de alegría de vivir». Cuando es elegido obispo auxiliar de Cracovia, pide permiso para volver a lo que estaba haciendo en el momento en que le comunicaron la noticia: volver al lago Mazuria a remar con sus amigos. Si algo destacaba en Juan Pablo II, era que estar más cerca de Dios le hacía estar más cerca de la gente, y si tenía que romper las normas lo hacía: en 1978, el protocolo de la elección de un nuevo Pontífice no recomendaba que éste se dirigiera a la multitud congregada en la plaza de San Pedro, pero el Papa Juan Pablo II se hizo fuerte: «El protocolo dirá lo que quiera, pero yo quiero hablar». ¿Qué habría sido del la Iglesia del final del siglo XX sin aquel ¡No tengáis miedo!?
Y es que ser santos también es un ejercicio de audacia. Una audacia como la que mostraron la hija del barrendero que se acercó un día al Vaticano a pedir al Papa que oficiara su matrimonio, como así fue; o la de aquel niño que se vistió de obispo porque pensaba que así podría estar más cerca del Papa.
Prólogo del libro, «Juan Pablo II quiso estar cerca de todos, para ayudarnos a ser felices conociendo y siguiendo a Jesucristo, ayudándonos a no tener miedo a ser santos, es decir, a vivir como Cristo nos enseñó». En eso estamos, ahora nos toca a nosotros.
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Publicado en Alfa y Omega, nº 732