Foto: Jorge Hidalgo |
Queridos hermanos y hermanas:
El 20 de abril de 1965 publicaba el Papa Pablo VI una breve y preciosa encíclica titulada Mes de Mayo,
en la que confesaba que al acercarse este mes eminentemente mariano le
llenaba de gozo pensar en el conmovedor espectáculo de fe y de amor que a
lo largo del mismo se ofrece en todas partes de la tierra en honor de
la Reina del Cielo. “En efecto, -añadía el Papa- mayo es el mes en el
que en los templos y en las casas particulares sube a María desde el
corazón de los cristianos el más ferviente y afectuoso homenaje de su
oración y veneración”.
Probablemente hoy las cosas no son como Pablo VI las soñaba hace sólo
cuatro décadas. Seguramente ni en muchas parroquias, ni en la mayoría
de las familias se conservan las prácticas piadosas entrañables con que
honrábamos a la Virgen en el mes de las Flores en nuestras parroquias,
seminarios, casas religiosas y colegios, que tantos recordamos con
nostalgia. No deja de ser una pena, puesto que como el mismo Pablo VI
manifiesta, al mismo tiempo que en el mes de mayo honramos a María,
“desde su trono descienden hasta nosotros los dones más generosos y
abundantes de la divina misericordia”.
Puesto que estoy convencido de que aquellas prácticas devocionales nos
sirvieron muy mucho para enraizar desde niños en nuestro corazón la
devoción y el amor a la Virgen, sugiero y pido a todas las comunidades
cristianas de nuestra Diócesis que han perdido tales prácticas, que
hagan lo posible por recuperarlas, pues la verdadera devoción y el culto
genuino a la Virgen es siempre camino de conversión, de vida interior y
de dinamismo y fecundidad pastoral. María es el camino que conduce a
Cristo. Todo encuentro con Ella termina en un encuentro con su Hijo.
Desde su corazón misericordioso, encontramos más fácil acceso al corazón
misericordioso de Jesús.
Efectivamente, la Santísima Virgen ocupa un lugar central en la
historia de nuestra salvación, en el misterio de Cristo y de la Iglesia
y, por ello, la devoción a María pertenece a la entraña misma de la vida
cristiana. Ella es la madre de Jesús. Ella, como peregrina de la fe,
aceptó humilde y confiada su misteriosa maternidad, haciendo posible la
encarnación del Verbo. Ella fue la primera oyente de su palabra, su más
fiel y atenta discípula, la encarnación más auténtica del Evangelio.
Ella, por fin, al pie de la Cruz, nos recibe como hijos y se convierte,
por un misterioso designio de la Providencia de Dios, en corredentora de
toda la humanidad. Por ser madre y corredentora, es medianera de todas
las gracias necesarias para nuestra salvación, nuestra santificación y
nuestra fidelidad, lo cual en absoluto oscurece la única mediación de
Cristo. Todo lo contrario. Esta mediación maternal es querida
por Cristo y se apoya y depende de los méritos de Cristo y de ellos
obtiene toda su eficacia (LG 60).
La maternidad de María y su misión de corredentora siguen siendo
actuales: ella asunta y gloriosa en el cielo, sigue actuando como madre,
con una intervención activa, eficaz y benéfica en favor de nosotros sus
hijos, impulsando, vivificando y dinamizando nuestra
vida cristiana. Esta ha sido la doctrina constante de la Iglesia a
través de los siglos, enseñada por los Padres de la Iglesia, vivida en
la liturgia, celebrada por los escritores medievales, enseñada por los
teólogos y muy especialmente por los Papas de los dos últimos siglos.
Por ello, la devoción a la Virgen, conocerla, amarla e imitarla, vivir
una relación filial y tierna con ella, acudir a ella cada día, honrarla
con el rezo del Ángelus, las tres Avemarías, el Rosario u otras
devociones recomendadas por la Iglesia, como las Flores de mayo y la
novena de la Inmaculada, no es un adorno del que podamos prescindir sin
que se conmuevan los pilares mismos de nuestra vida cristiana.
Efectivamente, María es el arca de la Alianza, el lugar de nuestro
encuentro con el Señor, refugio de pecadores, consuelo de los afligidos y
remedio y auxilio de los cristianos; ella es la estrella de la mañana
que nos guía en nuestra peregrinación por este mundo; ella es salud de
los enfermos del cuerpo y del alma. Ella es, por fin, la causa de
nuestra alegría y la garantía de nuestra fidelidad.
Honremos, pues, a la Virgen cada día de nuestra vida y muy
especialmente en el mes de mayo. Acudamos a visitarla en sus santuarios y
ermitas con amor y sentido penitencial. Qué bueno sería que en nuestras
parroquias, colegios católicos y comunidades se restauraran las Flores
de mayo u otras devociones parecidas. El amor y el culto a la Virgen es
un motor formidable de dinamismo espiritual, de fidelidad al Evangelio y
de vigor apostólico. Que nunca terminemos nuestra jornada sin haber
rendido un homenaje filial a Nuestra Señora.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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