Foto: Andrés García |
Como
es lógico, la reflexión sobre los dolores de la Virgen hunde sus raíces en la
memoria del Gólgota de las primeras comunidades judeo-cristianas. No olvidemos
que el Emperador Adriano, a partir del 135, intentó sustituir la figura de
María Dolorosa y de Jesús Resucitado por el mito del llanto de Venus y el
retorno de Adonis Tammuz del abismo, construyendo un pequeño templete a dicha
diosa sobre la sepultada roca del Calvario.
A
partir de aquí, abundantes son los testimonios literarios sobre los dolores de
María ya en la época patrística: San Ambrosio de Milán (339-397), Paulino de
Nola (353-431), San Agustín de Hipona (354-430) y San Efrén Sirio (ca. 306-373)
son conspicuos ejemplos.
De
la época bizantina, destacamos a Romano el Meloda (siglo VI), con su Himno XXXV, El lamento de la Madre de Dios. Ya en la Edad Media, esta devoción
a los dolores de María aparece en Occidente en San Ildefonso de Toledo (Toledo,
607-667). Por todo el Oriente se van difundiendo, paralelamente, los iconos de
la Strastnaia o Virgen de Pasión o de los Dolores.
Además,
en Jerusalén hay dos capillas dedicadas a la Dolorosa. Una del siglo XII, junto
al valle del Tyropeon, cerca de la capilla del Cirineo, que señala la IV
Estación del viacrucis, construida sobre las ruinas de una bizantina, que
conmemora el Encuentro de Jesús y María en la Calle de la Amargura, custodiada
por los armenios católicos, denominada de Nuestra Señora del Espasmo.
En
la Basílica del Santo Sepulcro, está la Capilla de Nuestra Señora de los
Dolores, católica, erigida por el Lector agustino Juan von Schaftolsheim,
Vicario del Obispo de Estrasburgo, en 1378, construcción con arcos rematada por
una cúpula, observada desde el patio, enfrente al Calvario, que conmemora la
permanencia de María allí en su séptimo dolor hasta la Resurrección del Señor. Es
la estación de Santa María que ya
señalan los peregrinos en la Antigüedad tardía.
En
Occidente, en Hertford (Padeborn) consta la fundación en 1011 de un oratorio Sanctae Mariae ad Crucem, y en el mismo
siglo XI, en Castilla, se dedica una iglesia a la Virgen Dolorosa en
Montflorite (Burgos).
De
suma importancia es la fundación en Florencia en 1239, tras haberse retirado
los siete mercaderes florentinos en 1233 al Monte Senario, de la Orden de los
Siervos de María, la institución eclesial que más ha contribuido a expandir
esta devoción. Conocidos en España por Servitas, en esta Orden arraigó la
devoción a la Nuestra Señora de los Dolores, que se va explicitando a lo largo
de su historia, que al fin del siglo XVI se encontraba bien determinada y era objeto
de especial consideración, hasta que llegó a ser declarada Nuestra Señora de
los Dolores Titular y Patrona de la Orden en 1692.
Retomando
el hilo cronológico que llevábamos, en la literatura religiosa van apareciendo,
aparte de sermones, obras dedicadas a la Dolorosa, que hunden sus raíces en los
Monólogos de Oriente, cuya tradición
pasó a Occidente a través de los cruzados. El riojano Gonzalo de Berceo (1197-ca.1264),
en su incipiente castellano, compuso entre sus obras de inspiración mariana el Duelo que fizo la Virgen en el día de la
Pasión. El provenzal Plants de Madona
Sancta Maria, del siglo XIV, encontrado en San Cugat del Vallés
(Barcelona), nos habla de esta devoción en la costa mediterránea.
Pero
la pieza cumbre de este movimiento y la más universal es el himno-secuencia Stabat Mater dolorosa, atribuido al franciscano
Jacopone da Todi (1236-1306), con el que la lauda mariana lírica italiana,
nacida de los himnos, antífonas y responsorios latinos de la liturgia, llega a
su cumbre. Destaca, además de por su altura lírica, por su profundidad psicológica
y su hondura sentimental.
Partiendo
de San Anselmo de Canterbury (Aosta, 1033-Canterbury, 1109) y de San Bernardo
de Claraval (Fontaine-lès-Dijon, Borgoña, 1090-Claraval, 1153), todo esto tiene
en Occidente el caldo de cultivo en el esplendor de la literatura
asecético-mística renana, encabezada por el dominico Beato Enrique Susón (ca.
1300-1366) , en el siglo XIV, y la subsecuente devotio moderna, que impregna la piedad popular de la época del
gótico, pues se desarrollan como centro de la piedad todos los aspectos
relacionados con la humanidad de Cristo, concentrándose fundamentalmente en su
Pasión; en ella, junto al Varón de Dolores se encuentra la Reina de los
Mártires, como pareja arquetípica de la Nueva Alianza. Así, las devociones a
Cristo Crucificado y a Nuestra Señora de los Dolores van creciendo unidas.
Una
de las difusoras más importantes de la devoción a los Dolores de María en esta
época fue Santa Brígida de Suecia (1303-1373). A los que mediten sus dolores,
María, según Santa Brígida, promete siete gracias: 1ª, paz en sus familias; 2ª,
iluminación en los Divinos Misterios; 3ª, consuelo en sus penas; 4ª, concesión
de sus peticiones, con tal que no se opongan a la Voluntad de su Divino Hijo y
a la santificación de sus almas; 5ª, defensa en los combates espirituales con
el enemigo infernal, y protección en todos los instantes de su vida; 6ª,
asistencia visible en el momento de su muerte: ver el rostro de la Madre, y 7ª,
promesa de su Divino Hijo de que los que propaguen esta devoción (a sus
lágrimas y dolores) sean trasladados de esta vida terrenal a la felicidad
eterna directamente, borrados todos sus pecados, y su Hijo y Ella serán su
eterna consolación y alegría .
Toda
esta corriente devocional se sigue desarrollando en la Edad Moderna, confirmada
por la piedad contrarreformista, que llega hasta nuestros tiempos. Todos los
escritores ascéticos y místicos se ocupan del tema, por lo que sería muy
prolijo siquiera citarlos. Escogemos por su influencia en la piedad popular al
dominico Fr. Luis de Granada (1504-1588), al jesuita P. Luis de La Palma
(1560-1641) y al obispo napolitano San Alfonso María de Ligorio (1696-1787).
En
suma, el propósito de la devoción a los Dolores de la Santísima Virgen es
promover la unión con los sufrimientos de Cristo a través de la contemplación
de las angustias padecidas por Nuestra Señora por ser la Madre de Dios. Estos
dolores están tomados de las Sagradas Escrituras y de la Tradición. María no es
mencionada en los Evangelios ni en la
Transfiguración, ni en la Entrada en Jerusalén..., pero sí es recordada su
presencia en el Calvario: Ella, que había preparado la víctima para el
sacrificio, se la ofrece al Padre en el altar del Calvario como Corredentora.
Ramón de la Campa Carmona
Publicado en el Boletín cuaresmal de la Hermandad
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