Queridos hermanos y hermanas:
Es bien conocida la escena que nos narra el evangelio de este domingo.
Sucede en la misma tarde del domingo de resurrección en el corto espacio
de los once kilómetros que separan Jerusalén de Emaús. Jesús se hace el
encontradizo con dos discípulos, que deprimidos tras la muerte del
Maestro, retornan a su aldea. Jesús les descifra con la Escritura el
significado de su pasión, muerte y resurrección. El evangelista nos da
el nombre de uno de ellos, Cleofás, y Orígenes nos dice que su
acompañante era su propio hijo y que ambos eran parientes del Señor.
Durante tres años han seguido a Jesús, deslumbrados por la belleza de
su doctrina, por el esplendor de sus milagros y por el atractivo
irresistible de su fuerza sobrehumana. Decepcionados y rotos por el
drama del Calvario, olvidan que Jesús anunció su propia resurrección al
tercer día, y vuelven a su aldea a la caída de la tarde para curar sus
heridas refugiándose en el trabajo cotidiano. El relato de Emaús es la
historia de tantos hombres y mujeres que ante el mensaje exigente del
Evangelio, por cobardía, seducidos por el mundo, golpeados por el
misterio del dolor y de la muerte, o subjetivamente decepcionados por el
testimonio opaco o deficiente de los cristianos, dan por zanjado en sus
vidas el asunto de Jesús, se alejan del centro de su influencia y
rompen con la comunidad.
Pero Jesús no abandona a sus discípulos. En el caso de los de Emáus,
sale a su encuentro y camina con ellos. Lo descubren en la Escritura que
Jesús les explica iluminando sus mentes y caldeando sus corazones. Lo
redescubren, sobre todo, en la fracción del pan, en la Eucaristía que
Jesús consagra de nuevo, como hiciera por vez primera en la víspera de
su pasión. Entonces, se les abren los ojos y lo reconocen e
inmediatamente vuelven a Jerusalén, se reintegran en la comunidad, a la
que narran lo que les ha sucedido en el camino.
En este tercer domingo de Pascua, dirijo mi palabra a los fieles de la
Archidiócesis que viven con gozo y verdadero compromiso su vocación
cristiana desde la fe en la resurrección del Señor, que es el foco que
ilumina y da sentido a toda la vida de Jesús y a nuestra propia vida.
Como los de Emaús después de reconocer al Señor, sed testigos y
misioneros de la resurrección y de la novedad de la vida inaugurada por
Él para todos los hombres en su Misterio Pascual.
Pero quiero dirigirme también a quienes, alejados de la comunidad
cristiana, viven angustiados, desconcertados y decepcionados como los
discípulos de Emaús, con una fe mortecina o debilitada, ciegos para
entender los designios de Dios y descubrir que el Resucitado camina
junto ellos. Pienso en vosotros, queridos hermanos y hermanas, todos muy
amados de Dios, redimidos por la sangre de su Hijo y llamados a la
gracia de la filiación. Rezo por vosotros y os invito a volver como los
de Emaús a la comunidad, al hogar cálido de la Iglesia, que os recibirá
siempre con los brazos abiertos y os acompañará en vuestro camino de fe.
Ella nos explica las Escrituras, en las que encontramos "la ciencia
suprema de Cristo" (Fil. 3,8).
En la mesa familiar que es la Iglesia, ella parte y comparte con
nosotros el Pan de la Eucaristía, en la que se forja y modela nuestra
existencia cristiana y nuestra fraternidad. Sin ella no podemos vivir,
como proclamaban los mártires de Cartago en el año 304. En el sacramento
de su cuerpo y de su sangre el Señor robustece nuestra fe y alienta
nuestra esperanza en la vida eterna, fruto de la Pascua, en la que
viviremos dichosos con Cristo y con los Santos, en comunión de gozo y de
vida con la Santísima Trinidad.
La Eucaristía, alimento que restaura nuestras fuerzas, nos ayuda además
a vivir la vida nueva inaugurada por la resurrección de Jesucristo, una
vida de piedad sincera vivida en la cercanías del Señor; una vida
alejada del pecado, de la impureza, del egoísmo y de la mentira; una
vida pacífica, honrada, austera, sobria, fraterna, edificada sobre la
justicia, la misericordia, el perdón, el espíritu de servicio y la
generosidad; una vida, en fin, asentada en la alegría y en el gozo de
sabernos en las manos de nuestro Padre Dios y, por ello, libres ya del
temor a la muerte.
A vosotros, cristianos anónimos, sin vínculos visibles con la Iglesia,
el evangelio de este domingo os hace esta propuesta que yo os presento
con humildad y con amor: volved a la comunidad, volved a la Escritura,
volved a la Eucaristía. En la Iglesia, en la Palabra y en el sacramento
de su Cuerpo y de su Sangre os reencontraréis con el Señor, que es con
mucho lo mejor que os puede suceder.
Para vosotros y para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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