La Hermandad inicia mañana miércoles el Solemne Triduo en honor a San Roque, Titular de la Hermandad y de la Iglesia donde la misma se encuentra instituida canónicamente. A través de la presente entrada, les mostramos algunos apuntes de interés para profundizar en el conocimiento de su vida, entregada a la penitencia, el auxilio de enfermos por la peste y las obras de misericordia.
San Roque de Montpellier
[1295-1327]
Nacido de noble e ilustre cuna, al quedar huérfano de
padre y madre, profesó la Regla de la Tercera Orden Franciscana y distribuyó
sus cuantiosos bienes entre los pobres. Emprendió una vida de peregrino,
dedicado a la penitencia y a las obras de misericordia. Cuando la peste se
extendió por Italia, recorrió los pueblos aliviando a los enfermos y curando a
muchos de ellos.
Expiraba el siglo XIII. El gobernador de Montpellier,
Juan, y su esposa Libera, vasallos de Jaime II de Aragón, pedían a Dios
instantemente premiase sus virtudes dando fruto de bendición a su nobilísima
casa. Pero los años de infecundo matrimonio corrían arrebatando la esperanza de
prole a la ya anciana Libera, cuando, una noche, el crucifijo ante el que oraba
pareció dirigirle prodigiosamente alentadoras voces, y poco después un feliz
suceso llenaba de regocijo la ciudad. La multitud corría al palacio del
gobernador real, donde un inesperado natalicio aseguraba la sucesión a la
estirpe de Juan y de Libera.
El recién nacido mostraba en el pecho y en el hombre izquierdo una cruz rojiza en la piel, como grabada a fuego, signo de su maravilloso destino. Por la robustez del neófito, recibió en el bautismo el nombre de Roca, y por aquel signo misterioso que le adornaba pecho y espalda, el apellido de la Cruz. Todo, pues, señaló desde el principio la extraordinaria carrera de aquel niño. En efecto, una predisposición natural para la virtud se reveló muy pronto en sus costumbres, hasta tal punto que parecía instruido de superior asistencia en la práctica del bien. Hagiógrafos posteriores han llegado a suponer que el mismo San Pablo tomó a su cargo la dirección espiritual de aquel angelical muchacho.
El recién nacido mostraba en el pecho y en el hombre izquierdo una cruz rojiza en la piel, como grabada a fuego, signo de su maravilloso destino. Por la robustez del neófito, recibió en el bautismo el nombre de Roca, y por aquel signo misterioso que le adornaba pecho y espalda, el apellido de la Cruz. Todo, pues, señaló desde el principio la extraordinaria carrera de aquel niño. En efecto, una predisposición natural para la virtud se reveló muy pronto en sus costumbres, hasta tal punto que parecía instruido de superior asistencia en la práctica del bien. Hagiógrafos posteriores han llegado a suponer que el mismo San Pablo tomó a su cargo la dirección espiritual de aquel angelical muchacho.
A los doce años de edad perdió a su padre y a los
veinte a su madre, quedando heredero de cuantiosas riquezas. Dios le había
quitado lo único que podía retenerle en el plano social de lujos y honores en
que había nacido: sus padres. Lo demás, las riquezas con todo su séquito
mundano, Dios iba modelando su espíritu para darles superior empleo. No sería
inverosímil, además, que durante la mocedad virtuosa Roque hubiera frecuentado
las aulas universitarias de Montpellier y se hubiera iniciado en la ciencia de
Esculapio, la medicina. Así la Providencia planearía suavemente el destino
prefijado a aquel doncel extraordinario. Una tradición unánime admite que
aceptó, apenas quedó libre y dueño de sí, la regla de la Venerable Orden
Tercera de San Francisco, y un hecho indubitable lo confirma: Roque abrazó
amorosamente la virtud franciscana por excelencia: la pobreza. Vendió sus
bienes y los dio a los pobres.
Al mismo tiempo, aquel apuesto y rico muchacho no
había cursado estudios eclesiásticos ni monacales, ni se hallaba equipado para
ejercer los ministerios propios de los sacerdotes. Para seguir a Jesucristo él
había cumplido la primera parte de su llamamiento: «Vende cuanto tienes y dalo
a los pobres». Pero ¿cómo cumplir la segunda parte, «ven y sígueme»?
Los acontecimientos de la historia acudieron a darle
la respuesta. Del lado de allá de los Alpes empezaron a oírse en Montpellier
gritos de angustia. La peste, el terrible azote de los pueblos en la Edad
Media, se cebaba en la capital del orbe católico y en las principales ciudades
de Lombardía. El camino estaba trazado. En alas de la caridad, sale
furtivamente de Montpellier, atraviesa por trochas y descaminos la Provenza
para despistar posibles seguidores de su parentela y entra en Italia pobre y
desconocido. Va como una flecha al encuentro de la terrible enfermedad que
despuebla el norte de Italia; hace de médico, de enfermero, de herbolario y de
sepulturero. Hacía frente al contagio por todos sus flancos, ofrecía remedio
heroico en todas las situaciones de la calamidad pública, derrochaba el bálsamo
de la caridad en todos los dolores físicos y morales que la epidemia iba
sembrando por todos los caminos.
Así llega a Roma, a la Roma sin Papas, que sufre, a más de la peste, la cautividad de Aviñón, y allí Roque se supera, su virtud se pone a la altura de la tragedia, y su figura, como encarnación del consuelo y de agente misterioso de la misericordia divina, emergiendo a todas horas y en todas partes entre los apestados, cobra el prestigio sobrenatural de lo milagroso. Lo que no era más que caridad sin límites, caridad heroica, aparece a los ojos de los enfermos como poder extraordinario de una fuerza taumatúrgica. ¡Qué más taumaturgia que la caridad de Cristo adueñada ilimitadamente de un corazón humano!
Así llega a Roma, a la Roma sin Papas, que sufre, a más de la peste, la cautividad de Aviñón, y allí Roque se supera, su virtud se pone a la altura de la tragedia, y su figura, como encarnación del consuelo y de agente misterioso de la misericordia divina, emergiendo a todas horas y en todas partes entre los apestados, cobra el prestigio sobrenatural de lo milagroso. Lo que no era más que caridad sin límites, caridad heroica, aparece a los ojos de los enfermos como poder extraordinario de una fuerza taumatúrgica. ¡Qué más taumaturgia que la caridad de Cristo adueñada ilimitadamente de un corazón humano!
Pero la multitud no estaba para teologías. Presa del
pavor ante la muerte, aclama a Roque como a un demiurgo celeste que dispone de
los poderes de Dios para abrir o cerrar los sepulcros. Y Roque, tan humilde
como caritativo, huye de Roma, teatro de sus triunfos y de sus aclamaciones y
cae en Plasencia, tan incógnito e indocumentado como había tres años antes
entrado en Roma.
Su irresistible vocación belicosa contra los agentes
del dolor le guía al hospital y prosigue su actuación caritativa junto a las
yacijas de los desamparados del mundo. Allí merece que Dios le eleve al plano
de sus amigos escogidos. Hasta ahora Roque ha sido la victoria sobre la
enfermedad y la desgracia; ahora va a ser la víctima de una y de otra. Una
llaga asquerosa apareció sobre su carne hasta allí inmune al contacto de los
apestados, y el milagroso, el aclamado Roque fue un apestado más, tan repelente
y despreciado como los que él había arrancado de la segura muerte.
Excluido primero del hospital y después hasta de los
muros de Plasencia, se interna por el bosque en dirección de los Alpes. ¿Su
alimento? Un lebrel cada mañana viene zalamero con un pan en la boca, y, hecho
su presente, le lame la llaga de la pierna, pagándole con limitado alivio los
alivios ilimitados que tantos enfermos habían recibido de sus manos.
Roque vuelve al fin a Montpellier a los ocho años de
ausencia, desfigurado por la enfermedad, los trabajos y la penitencia. Nadie le
reconoce ni se acuerda de su nombre. El país arde en guerras y alguien le
denuncia como posible espía. El juez le interroga y Roque deja que la
Providencia cumpla sus designios sobre su vida. El juez desprecia su silencio y
le manda poner a buen recaudo en la cárcel pública.
Allí el alma de Roque consuma en silencio y en olvido
de todo y de todos su dejación absoluta en la voluntad divina, viviendo
plenamente el «Solo Dios basta». Y cuando yace muerto en el sumo abandono del
mundo, Dios convierte el mísero petate del preso en trono de honor. Alguien
descubre su incógnito, corre la voz de que Roque el noble, el antiguo y
generoso magnate ha vuelto a su ciudad y está muerto en la cárcel. La apoteosis
se organiza como por arte de magia. Un grito unánime se oye por doquier: ¡Es el
mismo! ¡Es el mismo! Y el cielo devuelve el eco del grito multitudinario: ¡Es
un santo! ¡Es un santo! Los prodigios vienen rápidamente a sellar la verdad de
aquel aserto. Roque sigue haciendo muerto lo que hizo vivo: curar, sanar,
purificar los aires mefíticos, expulsar las epidemias y disputar sus presas al
dolor y a la muerte.
Miguel Herrero García, San Roque, en
Año Cristiano, Tomo III, Madrid,
Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 407
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