Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy comenzamos
el camino de Adviento, que culminará en la Navidad. El Adviento es el tiempo
que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, también para
verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para
el regreso de Cristo. Él regresará a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando
conmemoraremos su venida histórica en la humildad de la condición humana; pero
Él viene dentro de nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y
vendrá de nuevo al final de los tiempos «para juzgar a los vivos y los
muertos». Por eso debemos estar siempre prevenidos y esperar al Señor con la
esperanza de encontrarlo. La liturgia de hoy nos introduce precisamente en el
sugestivo tema de la vigilia y de la espera.
En el
Evangelio (Mc 13,33-37) Jesús exhorta a estar atentos y a velar, para estar
listos para recibirlo en el momento del regreso. Nos dice:
«Mirad, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo […]
para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo». (vv. 33-36).
La persona que
está atenta es la que, en el ruido del mundo, no se deja llevar por la
distracción o la superficialidad, sino vive en modo pleno y consciente, con una
preocupación dirigida en primer lugar a los demás. Con esta actitud somos
conscientes de las lágrimas y las necesidades del prójimo, y podemos captar
también las capacidades y cualidades humanas y espirituales. La persona atenta
se dirige luego también al mundo, tratando de contrarrestar la indiferencia y
la crueldad en él, y alegrándose de los tesoros de belleza que también existen
y que deben ser custodiados. Se trata de tener una mirada de comprensión para
reconocer tanto las miserias y las pobrezas de los individuos y de la sociedad,
como para reconocer la riqueza escondida en las pequeñas cosas de cada día,
precisamente allí donde el Señor nos ha colocado.
La persona
vigilante es aquella que acoge la invitación a velar, es decir, a no dejarse
abrumar por el sueño del desánimo, la falta de esperanza, la decepción; y al
mismo tiempo rechaza la solicitud de las tantas vanidades de las que desborda
el mundo y detrás de las cuales, a veces, se sacrifican tiempo y serenidad
personal y familiar. Es la experiencia dolorosa del pueblo de Israel, narrada
por el profeta Isaías: Dios parecía haber dejado vagar su pueblo, lejos de sus
caminos (cf. 63.17), pero esto era el resultado de la infidelidad del mismo
pueblo (cf. 64,4b). También nosotros nos encontramos a menudo en esta situación
de infidelidad a la llamada del Señor: Él nos muestra el camino bueno, el
camino de la fe, el camino del amor, pero nosotros buscamos la felicidad en
otra parte.
Ser atentos y
vigilantes son los presupuestos para no seguir “vagando alejados de los caminos
del Señor”, perdidos en nuestros pecados y nuestras infidelidades; estar
atentos y ser vigilantes, son las condiciones para permitir a Dios irrumpir en
nuestras vidas, para restituirle significado y valor con su presencia llena de
bondad y de ternura. María Santísima, modelo de espera de Dios e ícono de
vigilancia, nos guíe hacia su Hijo Jesús, reavivando nuestro amor por él.
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