Queridos hermanos y hermanas:
Comenzamos en este domingo el año
litúrgico y, con él, el tiempo santo de Adviento, en el que nos
preparamos para recordar la venida del Señor en carne hace veinte siglos
y su nacimiento en la cueva de Belén.
Pero la celebración del nacimiento del Señor es algo más que un
recuerdo, un aniversario o un cumpleaños. Es un acontecimiento actual,
porque la liturgia místicamente lo actualiza cada año y porque toca y
compromete profundamente nuestra existencia: el Señor que vino al mundo
en la primera Navidad y que volverá glorioso al final de los tiempos,
quiere venir ahora a nuestros corazones y a nuestras vidas.
Del mismo modo que el pueblo de Israel se preparó para la venida del
Mesías, que era esperado como el cumplimiento de la promesa hecha por
Dios a nuestros primeros padres, renovada a los patriarcas y reiterada
una y mil veces por la palabra de los profetas, así también hoy el nuevo
pueblo de Dios, los cristianos, nos preparamos intensamente para
celebrar el recuerdo actualizado de aquel gran acontecimiento, que
significó el comienzo de nuestra salvación. Sólo si disponemos nuestro
corazón para acoger al Señor, como lo hicieron María y José, los
pastores y los magos, el Adviento y la Navidad será para nosotros un
hito de gracia y salvación.
A lo largo de las cuatro semanas de Adviento escucharemos en la
liturgia a los profetas que anunciaron la llegada del Mesías esperado.
Isaías, Zacarías, Sofonías y Juan el Bautista nos invitarán a
prepararnos para recibir a Jesús, a allanar y limpiar los caminos de
nuestra alma, es decir, a la conversión y al cambio interior, para
acoger con un corazón limpio al Señor que nace, que debe nacer o renacer
con mayor intensidad en nuestras vidas.
Adviento significa advenimiento y llegada; significa también encuentro
de Dios con el hombre. En estos días, el Señor, que vino hace 2000 años,
se va a hacer el encontradizo con nosotros. Para propiciar nuestro
encuentro con Él, yo os propongo algunos caminos: en primer lugar, el
camino del desierto, de la soledad y del silencio interior, tan
necesarios en el mundo de ruidos y prisas en que estamos inmersos, que
tantas veces propicia actitudes de inconsciencia, alienación y
atolondramiento. Necesitamos en estos días cultivar la interioridad;
necesitamos entrar con sinceridad y sin miedo en el hondón de nuestra
alma para conocernos y tomar conciencia de las miserias, infidelidades y
pecados que llenan nuestro corazón e impiden que Jesucristo sea
verdaderamente el Señor de nuestras vidas. Qué bueno sería iniciar o
concluir el Adviento con una buena confesión, que nos reconcilie con el
Señor y con la Iglesia, permitiéndonos reencontrarnos con Él.
El Adviento es tiempo además de oración intensa, prolongada, humilde y
confiada, en la que, como los justos del Antiguo Testamento, repetimos
muchas veces Ven, Señor Jesús. La oración tonifica y renueva
nuestra vida, nos ayuda a crecer en espíritu de conversión, a romper con
aquello que nos esclaviza y que nos impide progresar en nuestra
fidelidad. Por ello, es siempre escuela de esperanza. La oración nos
ayuda además a abrir las estancias más recónditas de nuestra alma para
que el Señor las posea, las ilumine y dé un nuevo sentido a nuestra
vida.
Nuestro encuentro con el Señor que viene de nuevo a nosotros en este
Adviento no será posible sin la mortificación, el ayuno y la penitencia,
que preparan nuestro espíritu y lo hace más dócil y receptivo a la
gracia de Dios. Tampoco será posible si no está precedido de un
encuentro cálido con nuestros hermanos, con actitudes de perdón, ayuda,
desprendimiento, servicio y amor, pues no podemos decir que acogemos al
Señor que viene de nuevo a nosotros, si no renovamos nuestra
fraternidad, si no le acogemos en los hermanos, especialmente en los más
pobres y necesitados y en las víctimas de la crisis económica.
El Adviento es uno de los tiempos especialmente fuertes del año
litúrgico. Por ello, hemos de vivirlo con intensidad y con esperanza, la
virtud propia del Adviento, la esperanza en el Dios que viene a
salvarnos, que viene a dar respuesta a nuestras perplejidades y
sinsentidos, a poner bálsamo en nuestras heridas, a devolvernos la
libertad y a alentarnos con la promesa de la salvación definitiva, de
una vida eterna, feliz y dichosa.
Acabamos de iniciar la novena de la Inmaculada Concepción. La Santísima
Virgen es el mejor modelo del Adviento. Ella acogió a su Hijo, primero
en su corazón y después en sus entrañas. Ella, como dice la liturgia,
esperó al Señor con inefable amor de Madre y preparó como nadie su
corazón para recibirlo. Que ella sea nuestra compañera y guía en nuestro
camino de Adviento. Que Ella nos ayude a prepararnos para recibir al
Señor y para que el encuentro con Él transforme nuestras vidas y nos
impulse a testimoniarlo y anunciarlo.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz y santo Adviento
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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