En los últimos decenios, ha crecido el número de laicos que han descubierto la riqueza espiritual de la Liturgia de las Horas, pero, al mismo tiempo, ha ido desvaneciéndose la costumbre de rezar el Rosario. Convencido de que ésta es una actitud equivocada, quiero invitaros a todos a recuperar esta devoción, si la habéis abandonado. El rezo del Rosario está al alcance de cualquier cristiano, jóvenes y mayores, cultos y menos cultos, virtuosos o tibios. No exige lugares especiales, ni libros litúrgicos, ni la preparación que requieren los actos de culto. Se puede rezar paseando, en el coche, en el autobús o en las noches de vela. Por ello, es la oración por excelencia de ancianos y enfermos, humildes y sencillos.
El Rosario es una devoción llena de riqueza espiritual. Serena el espíritu y lo pone en sintonía con los misterios principales de la vida del Señor. Efectivamente, contemplando los misterios de gozo, de luz, de dolor y de gloria, recorremos las diversas etapas de la vida y misión de Cristo. Lo hacemos de la mano y en comunión con María, y entonces entramos en la onda de Jesús y adquirimos una especie de afinidad con las fuentes de nuestra fe, con la vida del Señor y con las disposiciones espirituales de la Virgen.
Hasta hace décadas, muchas familias terminaban la jornada con el rezo del Rosario. Hoy, esa costumbre prácticamente ha desaparecido. No me parece un despropósito recuperarla: la familia crecerá en unidad y cohesión, en paz, esperanza y alegría. Invito a los sacerdotes a que se rece en las parroquias antes de la celebración vespertina de la Eucaristía y a procurar que, en aquellas en las que la Misa no puede celebrarse diariamente, sean los propios fieles quienes abran el templo y dirijan el Rosario.
Juan Pablo II nos recomendaba leer un texto del Evangelio al comienzo de cada misterio, relacionado con la escena contemplada. Para acrecentar la atención, puede ser bueno también poner una intención a cada decena.
Estoy convencido de que el Rosario construye un mundo más justo y fraterno. Sólo la oración robustece el espíritu, y sólo los espíritus fuertes pueden construir la nueva civilización del amor.
El Rosario es una devoción llena de riqueza espiritual. Serena el espíritu y lo pone en sintonía con los misterios principales de la vida del Señor. Efectivamente, contemplando los misterios de gozo, de luz, de dolor y de gloria, recorremos las diversas etapas de la vida y misión de Cristo. Lo hacemos de la mano y en comunión con María, y entonces entramos en la onda de Jesús y adquirimos una especie de afinidad con las fuentes de nuestra fe, con la vida del Señor y con las disposiciones espirituales de la Virgen.
Hasta hace décadas, muchas familias terminaban la jornada con el rezo del Rosario. Hoy, esa costumbre prácticamente ha desaparecido. No me parece un despropósito recuperarla: la familia crecerá en unidad y cohesión, en paz, esperanza y alegría. Invito a los sacerdotes a que se rece en las parroquias antes de la celebración vespertina de la Eucaristía y a procurar que, en aquellas en las que la Misa no puede celebrarse diariamente, sean los propios fieles quienes abran el templo y dirijan el Rosario.
Juan Pablo II nos recomendaba leer un texto del Evangelio al comienzo de cada misterio, relacionado con la escena contemplada. Para acrecentar la atención, puede ser bueno también poner una intención a cada decena.
Estoy convencido de que el Rosario construye un mundo más justo y fraterno. Sólo la oración robustece el espíritu, y sólo los espíritus fuertes pueden construir la nueva civilización del amor.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
Arzobispo de Sevilla
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