lunes, 4 de septiembre de 2017

Iniciamos el curso pastoral de la mano de la Santísima Virgen

Queridos hermanos y hermanas:
Comenzamos el curso pastoral 2017-2018 de la mano de la Virgen, cuya natividad celebraremos el próximo viernes. Coincide con las fiestas mayores de tantas ciudades y villas de nuestra Archidiócesis, en las que la Madre de Dios es honrada con los más diversos y hermosos títulos. No podíamos comenzar mejor nuestras actividades pastorales que bajo la protección de la Virgen.
Foto: Andrés García
La fiesta de la natividad de la Santísima Virgen es muy distinta de las fiestas de los santos. De ellos no celebramos su nacimiento, sino su muerte, su nacimiento para el Cielo. La razón es que todo hombre o mujer que viene a este mundo nace lastrado por el pecado original. Por ello, la Iglesia sólo celebra el nacimiento del Señor, el de Juan el Bautista, santificado en el vientre de su madre en la visita de María a Isabel, y el nacimiento de la Virgen, concebida sin pecado.
Celebramos la natividad de María cuando nuestros agricultores han recogido  el fruto de sus sudores, y cuando el tiempo, después de los rigores estivales, se torna más suave. Estas dos circunstancias nos ayudan a comprender dos aspectos que constituyen la entraña de esta fiesta: el inicio de la “plenitud de los tiempos” (Gál 4,4); y el alivio benéfico que aporta a la humanidad el nacimiento de María.
Con la natividad de María se inicia el Nuevo Testamento, los tiempos nuevos anunciados por los profetas, de los que nos hablan los textos litúrgicos de esta fiesta, coloreados por dos temas dominantes: la luz y la alegría. Efectivamente, como nos dicen los Padres de la Iglesia, María es el lucero que precede al Salvador, la aurora que disipa las tinieblas de la noche y que nos entrega a Cristo, luz del mundo, la luz que recibimos el día de nuestro bautismo y que estamos llamados a poner sobre el candelero para que a todos nos alumbre. En los últimos años, ha crecido loablemente en la Iglesia la sensibilidad ante la pobreza y los sufrimientos de nuestros hermanos, pero probablemente ha decrecido el número de cristianos que dedican sus energías a combatir la mayor de las pobrezas, la de tantos huérfanos de filiación que no saben que tienen un Padre bueno que les ama entrañablemente y que, en consecuencia, viven en el pozo sin fondo del consumismo materialista, que no sacia las ansias de felicidad del corazón humano.
Queridos hermanos y hermanas: no ocultéis la luz de vuestra fe debajo del celemín por miedo, por pusilanimidad o por intereses humanos poco confesables. Anunciad a Jesucristo con valentía, con audacia y sin complejos. Que la Santísima Virgen, aurora que precede al Salvador, nos ayude a todos a ser portadores de luz, lámparas vivientes en nuestras obras, en nuestras vidas, en nuestras profesiones y en nuestra familia.
Los textos de la liturgia de esta fiesta insisten también en la alegría. En las últimas décadas es evidente el oscurecimiento de la esperanza y la alegría en Occidente como consecuencia del fracaso de las grandes utopías que prometían la felicidad, y como fruto también de la secularización de la sociedad, pues como afirmara Benedicto XVI, “el hombre necesita a Dios; de lo contrario queda sin esperanza” (SS 23). Tampoco los cristianos estamos sobrados de alegría y esperanza, algo que es más notorio en esta hora difícil,  cuando sentimos con tanta intensidad el peso del laicismo militante, el peso y la angustia de una cultura pagana, que proclama sus dogmas con tanta agresividad, seguridad y arrogancia. En este contexto, al que se suman también las carencias y penurias de tantos hermanos en  nuestros barrios periféricos, podría parecer que el derrotismo, la tristeza y la añoranza de otros tiempos es la actitud más realista y coherente.
La fiesta de la Natividad de María nos invita a vivir la virtud de la esperanza, una esperanza penetrada de optimismo sobrenatural y de confianza en las promesas de Dios, que guía indefectiblemente a su Iglesia y que de los males saca bienes. La fiesta del nacimiento de la Virgen, la cantora de Dios, la mujer que se alegra en Dios su salvador porque ha hecho maravillas, nos invita a vivir la alegría sobrenatural, que es don del Espíritu y que se fragua en la oración serena, en la experiencia profunda de Dios y en el encuentro diario con Él. Es la alegría de los pastores que después de encontrarse con el Señor vuelven a Belén muy alegres alabando a Dios; es la alegría de los magos, que retornan a su país muy contentos; la alegría de Zaqueo o de la samaritana refiriendo a sus paisanos su encuentro con el Señor. El mundo de hoy necesita más que nunca del testimonio cotidiano de almas sencillas, que comuniquen a los hombres la alegría de la salvación, la alegría de sentirnos amados por Dios nuestro Padre.
Deseándoos una feliz celebración de la natividad de María, recibid mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

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