Foto: Francisco J. Granado |
No habitamos en el norte, ni es nuestro clima insistentemente lluvioso y frío, salvo rachas, épocas, o años significativos. Pero qué largo se hace el invierno a nuestro poco acostumbrado ánimo cuando los días se empeñan en empañar los cristales de nuestras mañanas o en encharcar nuestras pisadas cualquier noche. Hasta que un día lo notemos.
Será temprano, o un pellizco interior leve, como un repeluco. Será tarde, al volver una esquina, o al mirar lo que todos los días miramos pero ahora vemos diferente. Será fortuito, porque nos saldrá al encuentro aunque lleváramos buscándolo mucho tiempo. Hasta que lo notamos.
Tendrá mil rostros, vestirá distintos ropajes en sus encuentros con cada cual, pero siempre se nos acercará de la mano de la luz. De una luz nueva, distinta, como recién nacida. Una luz joven, de mejillas sonrosadas donde palpita su luz nueva, limpia, estrenando hora y vida. Estrenando…
Las azoteas parecerán entonces más blandas, los árboles más vivos, las piedras más tenues, las rocas más cálidas, las horas más amables, los días más longevos. Somos nosotros, en suma, los que nos volvemos más blandos, más vivos, más tenues, más cálidos, más amables. Entonces, al fin, lo habremos notado, porque habremos sentido en nuestra frente el beso de las vísperas que vuelven a nuestras vidas un año después, y los días más hermosos comienzan de nuevo a despuntar estrenando días que son sueños.
La luz es la que nos trae la esperada visita. La luz, la misma que es mensajera de vida, intérprete de pasajes esenciales en la Escritura, profeta del Misterio más sublime, testigo de la victoria del Señor de la Vida sobre la muerte, porque es también el triunfo de la luz sobre la oscuridad.
En San Roque la luz reposa en los ojos entornados de la Virgen de los Dolores, en un ocaso suavemente descendido hasta el cuerpo yacente de su Hijo en una eterna nana de esperanza. Una esperanza que se aferra a la cruz ante la que María permanece erguida, plantada sobre la tierra regada con su propia sangre que es la sangre de Jesús. Una esperanza que nos hace ver también en esa mirada cómo asoma la luz nueva del despuntar del amanecer. Es la misma luz que pugna por abrirse paso entre certezas de muerte cuando el Viernes Santo la Virgen recorre las calles de Arahal acompañada por su Cofradía. La misma luz que prenden los restaurados candeleros del altar mayor con la misma llama blanca de la candelería de su palio, la misma que alumbra sus cultos, sus celebraciones, sus fiestas…
La misma luz que hace resonar las palabras de Jesús cuando lo veneramos en su Urna: “yo soy la Luz del mundo: el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12), y que nos hace reafirmarnos en nuestra fe, confiados en la Resurrección que da sentido a nuestras vidas y a nuestros cultos. Incomprensible para muchos, venerar a Nuestro Señor Jesucristo en su Santo Entierro es también, desde la fe, una protestación firme y dichosa en su resurrección gloriosa, recordando una vez más lo que leemos en San Pablo. “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (I Cor. 15, 14). Y porque creemos firmemente en que Cristo ha resucitado, lo veneramos también yacente, y dolorosa a su Madre junto a su cuerpo muerto.
Nazarenos, penitentes, acólitos, costaleros, músicos, todos somos llamados en nuestra vida cotidiana, más allá de nuestra función puntual en la Cofradía, a ser luz para los demás. Se trata de que nos dejemos iluminar por la luz de Cristo (que esto es la conversión, a la que nos llama la Cuaresma), pero el Señor nos pide que también seamos nosotros luz para los demás: “vosotros sois la luz del mundo... brille así vuestra luz delante de los hombres” (Mt. 5, 14-16). Ser luz requiere ser limpios para poder dar luz, y estar dispuestos a dejarse quemar por los demás, y derretirse por el prójimo, gastar la propia vida, como María, como su Hijo, completamente desgastado, quemado, yerto…
La Cuaresma para los cofrades es un tiempo que dura todo el año, pero, cuando coincide con su tiempo litúrgico, su época propia de preparación y es la Cuaresma propiamente dicha, entonces adquiere un valor extraordinario que muchas veces no terminamos de aprovechar. Porque se trata de un tiempo que recibimos con gozo, con ansia, con ilusión, donde terminamos de rematar todos los preparativos, todos los detalles, todos lo necesario… externo. Pero, ¿y la preparación interna, la que nos hace transformarnos, cambiar, convertirnos? Nuestros Titulares también nos llaman a ello, es más, nos llaman primero a ello para poder después hacer igualmente lo otro bien y con sentido pleno. Esto es, para poder ser luz para los demás, como candeleros restaurados por la gracia de Dios para poder alumbrar con su Luz a los demás.
Y así, cuando celebremos nuevamente la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor, volveremos a reunirnos en San Roque y a cantar con el salmista: “Dios mío, qué grande eres, vestido de esplendor y majestad, arropado de luz como de un manto” (Sal. 104,2).
Eduardo del Rey Tirado
Publicado en el Boletín de la Hermandad
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